En un mundo de ratas, habían tropezado con un ángel.
No valía la pena perder el tiempo en intentar cambiar el mundo; bastaba con evitar que el mundo lo cambiase a uno.
Por un instante, sus ojos se perdieron en los de ella e Irene sintió que el muchacho le apretaba suavemente la mano. El mundo nunca había estado tan lejos.
Era una sensación ambigua y a medio camino entre lo sublime y lo ridículo. Una sensación peligrosamente embriagadora. Una sensación más poderosa que el pudor, que el reparo o el remordimiento. Había olvidado lo reconfortante que era sentir que alguien se interesase por ella.
Cuando el cuerpo está herido, la mente no tarda en desviarse del camino. Es ley de vida.
En un mundo de luces y sombras, todos, cada uno de nosotros, debía encontrar su propio camino.
He aprendido que la soledad es a veces un camino que conduce a la paz.
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