Un día, un becerro atravesó un bosque virgen para volver a sus pastos. Como era un animal y no pensaba, abrió un camino lleno de curvas colina abajo, colina arriba. Al día siguiente, pasó por allí un perro y cogió el sendero abierto por el ternero. Poco después, pasó lo mismo con un rebaño de ovejas.
Los hombres no tardaron en transitar por esa ruta. Todos iban por el mismo camino lleno de obstáculos a derecha e izquierda y no paraban de quejarse, pero nadie se preocupaba de trazar un nuevo itinerario que les ahorrase tiempo y esfuerzo. Su uso lo convirtió en un amplio camino, que acogía gran tráfico de personas y animales que se veían obligados a caminar casi tres horas cuando la misma distancia podría haber sido recorrida en apenas una, si el trazado fuese más recto.
Pasaron los años y, lejos de solucionar el problema, el sendero acabó siendo la calle principal de un pueblo. Todos seguían transitando por ella como desde el primer día que el becerro creó ese sendero por azar. Mientras tanto, el sabio bosque se reía al ver que los hombres tienen la tendencia a seguir ciegamente el camino ya abierto por otros sin plantearse si ésa es la mejor elección.
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